jueves, 23 de abril de 2009

Decepción...



Juan Manuel escribe cartas. Le gusta hacerlo. No pierde por nada la costumbre. Lo hace a mano. Si no escribe cartas se siente mal, se siente extraño, como si no se perteneciera. Para hacerlo sólo necesita de una bebida y una disculpa, pero todas son disculpas. Sus amigos viven a menos de diez cuadras de su casa y siempre les escribe para contarles cualquier cosa. La última que escribió estaba dirigida a Joha, "Loca: a las tres y media de la tarde pasó por esta calle una mujer triste caminando detrás de un perro triste"...

El jueves Juan Manuel aplaza todas las citas, incluida la del dermatológo, para pasar una jornada con Isabella, pero ella lo planta, no aparece por ningun lado. Las esperas son en vano, lleguen o no las personas que esperamos, piensa escribir pero se desanima, prefiere hacerse en el balcón a echar un último vistazo. Se toma un té helado. Todas las mujeres se parecen cuando uno necesita que aparezcan, se dice después, de descubrir que aquella del moñito que caminaba hacia su casa, no era Isabella. Su apartamento es tan grande que lo hace ver más solo. La única compañia son las máscaras de yeso de la pared derecha de la sala. Decepcionado, intenta adelantar unos trabajos de la univeridad que tiene pendientes. Conecta la computadora, la pone encima de la cama, cambia el té helado por una Pepsi en lata y se dispone a trabajar. Pero en esas cirscunstancias no es recomendable hacer nada. Está torpe, más que de constumbre, y por mucho que lo intenta no es capaz. Es como si su cabeza estuviera bloqueada, pero es su corazón el que lo está. Va de la sala al cuarto y del cuarto al estudio en cuestión de minutos. La Pepsi sola no le convence y le vacía la mitad de un cuarto de ron cienfuegos que además es muy fino, se toma un trago largo y abandona la computadora. Coloca el vaso en la mesa de noche, se sienta en la cama y quiere escribir la primera carta del día. No sabe cómo empezarla, sabe que después de la primer frase lo demás se ecribe solo, pero, no hay primer frase, no hay palabras. Las palabras suyas andan con Iabella, desaparecidas. Luego hace funcionar el mouse, ingresa a mis imágenes, mira una foto con Isabella, están los dos juntos, abrazados mirándo a la cámara como si nunca se fueran a separar. Se toma otro bocado de ron con Pepsi ésta vez más grande. Vuelve a la página en blanco. No se lo merece, piensa y cree que es mejor escribir una carta a una mujer que no existe, inventándole rasgos, vestimentas, colores, hombros, protuberancias. Se da cuenta de que puede hacerlo, inicia ecribiéndo muy rápido, se inventa la mujer, buen pasatiempo, aunque doloroso. Juan Manuel se acuesta y se duerme de una, sin dar vueltas. Cinco de la mañana del sábado, se levanta, le hace el quite al desayudo y lee la carta. ¡No lo puedo creer! ¡Se ha inventado una mujer y no cualquier mujer!, sino nadie más ni nada menos que a su medida, guarda la carta en el bolsillo del pantalón, al mediodía como de costumbre, se va a comer a Unicentro y espera poder rematar con cine por la tarde, una hamburguesa en el Corral y espera el cine de seis y media. Pero apenas son las cinco y treinta, da vueltas, mirando en las vitrinas las cosas que no se pueden comprar, no le parece muy divertido, entonces se compra un café y se sienta a tomárselo despacio en la fuentecita ubicada al frente del local de la librería Nacional. Cuando se se va a tomar el primer sorbo la tragedia... ¡No puede ser! La mujer que supuestamente Juan inventó en la carta está parada en la vitrina de uno de los locales de ropa Pronto ¡Qué decepción tan inmunda! O es que mi imaginación no sirve para un carajo, o es que en realidad ya no hay nada que inventar, piensa. Pero, no se queda así, herido como está en su orgullo, se levanta y se va a hacerle el reclamo.

-Disculpe señorita, me permite?
Y ella, muy educada:
-Claro dígame.

Por mucho que intenta no puede disimular la rabia, aprieta duro el vaso de café y le da vueltas con la mano.

Es que usted no sabe cómo acaba de "cagarse" mi existencia con la suya, le dice.

Ella lo mira con ganas de matarlo....

-¡Qué le pasa imbécil!
-Usted no puede hacerme esto, insiste Juan M. Usted no puede andar existiendo así tan irresponsablemente, sudando belleza, sin ser consciente de los años que puede causar a los demás, entre los que me cuento.
-¿Pero qué cosas? ¿Está loco?
-Escúcheme con atención, y no vaya a ser tan cobarde como para irse. Lo que pasa es que esta mañana, por la soledad, usted sabe, por la falta de Isabella que no sé dónde diablos se metío, despúes de haber intentado adelantar unos trabajos para la universidad sin lograrlo, porque estaba solo y porque la única compañia femenina que tenía eran las máscaras de yeso de la sala, empece a escribir una carta, de amor, a una mujer que no existe, o por lo menos eso creía hasta que usted apareció. Le escribí una carta a una mujer que yo creía inexistente y ahora resulta que esa mujer existe y es USTED... ¿Entiénde qué significa eso?

Ella se queda callada.

-Significa que, como ahora ni la carta ni la mujer son mías, debo entregársela para no mortificarme más. Ella no el dice nada, no se niega para nada, pero su gesto sí refleja incomodidad a la expectativa. Juan M, le ha sembrado una duda a ella en su mente, Juan le escribe su número y su nombre en la servilleta en la que estaba envuelto el café, se la entrega y se va sin deteninarla. Ella se queda ahí, parada un buen rato mirando la servilleta. A los dos días lo llama y convienen encontrarse el martes próximo en el Juan Valdéz del Andino a las cuatro de la tarde. Juan Manuel, le entrega la carta y ella se siente alagada, cuando hablan él no le cuenta muchas cosas suyas, salen otras dos veces y en julio se vuelven amantes, una relación que dura cinco meses y diés días, a lo sumo porque además, él vive en Kenedy y ella en la Colina Campestre.


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